#PlayItLoud!
Hoy, con el fin de evitar un posible empacho navideño, aparco la temática festiva para compartir con vosotros una visita relámpago a un lugar muy especial. Quienes me seguís por Instagram quizás os tropezarais la semana pasada con un par de fotos que subí desde Cádiz, donde pase poco más de un día con mi madre y uno de mis hermanos. Pese a lo corto del viaje, tuvimos la ocasión de pasear por algunos de los sitios más bonitos de la ciudad y es que con una gaditana de pura cepa como mi madre es imposible no acertar con la ruta perfecta.
Cádiz es el sitio donde pasé la mayoría de mis veranos cuando era una niña, aquellos días eternos en los que la felicidad consistía en asomarme al balcón para respirar el olor a mar y perderme en la inmensidad de aquel océano que se extendía justo delante de la casa de mi abuela. Ponerme el bañador y agarrar el flotador de temporada para cruzar la calle y llegar hasta la playa de La Caleta, a la que se accede a través de ese arco que nunca podré olvidar, aunque no volviese a ver una foto en cincuenta años.

Cádiz es también el lugar donde nací, pese a haber crecido en Ronda. Mi madre decidió que quería que yo naciera allí donde ella creció y así, en pleno verano y en uno de los días más calurosos del año, llegué yo al mundo oliendo a sal, aunque después me hiciese mayor en plena sierra.

Recuerdo aquellos veranos con mucho cariño. Las noches calurosas de balcones abiertos de par en par, en las que teníamos permiso para acostarnos más tarde y en la tele podíamos ver Antena3 y Telecinco, cuando aún la señal de las privadas no había llegado a Ronda. Los días sin reloj haciendo castillos en la orilla, bolas de arena o buscando cangrejos entre las rocas. Las marcas del bañador en la piel como un tatuaje. La arena blanca de la playa. El trofeo Carranza que mi hermano mayor y mi abuelo no se perdían.



Algunas mañanas, el plan consistía en hacer ruta familiar hasta la Plaza de las Flores, desayunar churros y ver los puestos. Otras caminábamos hasta ella para comer pescaito frito. Y pese a la de años que podía llevar sin recorrer el camino, reconocí las calles, las tiendas y hasta nos acordamos de algunos de los vecinos que siempre paseaban por el barrio.

Y si Cádiz es bonita de día, no lo es menos de noche. Aunque reconozco que recorrerla bajo la luz de la luna me resultó algo más novedoso, como si de alguna forma se tratase de otra ciudad. Es lo que tiene que la mayor parte de mis recuerdos infantiles en esta ciudad tuviesen lugar a pleno sol. Por eso agradecí mucho el tour que nos regaló mi madre, que bien podría ella haber hecho con los ojos cerrados, creedme.


La noche me regalo instantáneas como esta, calles estrechas y farolas antiguas que alumbran fachadas sencillas pero a la vez tan bonitas, con persianas de las que ya no se compran para las casas y macetas muy andaluzas en sus pequeños balcones. En la siguiente foto, la Catedral de Cádiz y a su izquierda el colegio en el que estudió mi madre.



El Gran Teatro Falla, casa de los carnavales, templo de chirigotas, comparsas, cuartetos y coros, de los que cantan con todo el arte cuplés y pasodobles de letras pegadizas con las que sacan punta a la actualidad, sin miedo a no dejar títere con cabeza.
Y hasta aquí nuestro viaje, relámpago y fugaz, pero muy valioso para mi retina, mis recuerdos y el carrete de mi cámara del móvil. Gracias mamá por rescatar tan buenas memorias. Me quedo con muchas ganas de volver a por más.
Espero que lo hayáis disfrutado y no me despido sin desearos un feliz fin de semana.
¡Hasta el lunes!

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