Pocas cosas van mejor con el café que un lunes por la mañana, de eso no tengo ninguna duda. Quizás en agosto no haga falta cargarlo tanto, pero aún así, un madrugón es un madrugón, por muchos chapuzones y baños de sol que podamos darnos en nuestros ratos libres.
Me encanta el café (eso sí, bien hecho, que los hay que sólo consiguen que sepan a rayos…), aunque no tenga más efecto en mí que el de placebo que mi cabeza le atribuye (de esto ya os hablé en aquellas 50 cosas sobre mí). No recuerdo a qué edad me tomé mi primer café, pero sí como descubrí que me gustaba negro, bien cargado y sin azúcar. Y es que mi preciosa abuelita, en los veranos y fines de semana que me escapaba al pueblo de mi padre, solía tenérmelo listo por las mañanas, antes de bajar el último escalón con las legañas aún pegadas. Y lo odiaba. Apenas era capaz de darle un par de buches y tenía que tirarlo por el fregadero cuando la pobre mía no miraba.
¿El problema? No su café, que era delicioso, sino el hecho de que medio vaso era leche y llevaba al menos tres o cuatro cucharadas de azúcar. Desde ese momento, fui reduciendo progresivamente la cantidad de ambos ingredientes, hasta que me di cuenta de que a mí aquello sólo me gustaba tal y como salía de la cafetera, y cuanto más fuerte, mejor.
Creo que me convertí en adicta cuando me fui a vivir a Londres (hace ya diez años de aquello, madre…), y trabajé unos nueve meses en una cadena de cafeterías llamada Caffè Nero, donde me enseñaron a preparar el auténtico espresso italiano (como una bala hacía yo los cafés). Allí investigué hasta dar con la dosis que creí me hacía algo de efecto: un café pequeño con unos dos o tres shots de espresso, y bien podían caer unos cuatro o cinco al día, sin exagerar (y sin problemas para dormir, oigan). Eso sí, de esta forma me convertí en la anti-clienta de lugares como Sturbucks y similares, y es que yo al café ni helado, ni banana, ni caramelo, ni nada de nada. Tal cual, y si hace calor, un solo con hielo.
Últimamente he descubierto que mi favorito es el de cafetera de toda la vida (que no entiendo yo por qué razón me ha dado siempre tanta pereza) y me encanta ponerla al fuego y esperar a que el café suba, escuchar cómo ruge, ver salir el humo y llenarme los pulmones con ese olor a despertar, que hace que las mañanas huelan mejor y las tareas del día a día pesen un poco menos. Es magia.
Empezaba yo diciendo que nada le va mejor a un lunes que un café, así que, para quienes compartís este sentimiento, os dejo estas tres ilustraciones descargables a golpe de clic, que podéis usar como fondo de pantalla o, simplemente, imprimirlas y pegarlas en vuestro escritorio con una chispa de celo (o de washitape si queréis ser más exquisitos). No hay más que pinchar sobre la imagen para acceder a ella en su tamaño real. Espero que os gusten.
¿Qué? ¿Apetece un café?