Que septiembre y el final del verano son algo así como una especie de «nuevo año nuevo» no es algo que yo me esté inventando. Vivimos el verano como esa estación loca en la que no conviene controlar demasiado. Nos rascamos el bolsillo un poquito más de la cuenta con tal de disfrutar de las terracitas y abandonamos cualquier amago de dieta que hayamos podido hacer con el objetivo de cumplir con la dichosa «operación bikini».
Yo nunca he vivido demasiado obsesionada con la báscula, de hecho, ni siquiera tenemos una en casa (ni ganas). Cierto es que cuando visito a alguien que tiene una en el baño, me suelo subir para ver cómo evoluciona la cosa. Ahí siguen esos eternos kilillos de más que quiero quitarme de encima desde hace mil años, pero, ¿qué queréis que os diga?, yo no soy carne de dieta. Me gusta comer sin contar calorías y no tener que decir que no a un helado, una hamburguesa o un perrito caliente. Por suerte, llevo una dieta relativamente sana y variada y no suelo picar entre horas, con lo que me ahorro algunos disgustos.
Sin embargo, sí que hay un propósito que llevo posponiendo años mil y que va siendo hora de que me tome en serio: hacer deporte. Lo he intentado, imagino que como casi todo el mundo, he pasado por diez gimnasios distintos en los últimos quince años, consiguiendo únicamente llenarle los bolsillos a sus dueños a cambio de mis continuas ausencias a partir de la tercera semana. He probado el spinning (invento del demonio), el aerobic, los pilates y las típicas máquinas de pesas, bicicletas y cintas de andar. Hasta que volvía a cansarme, desistía y lo abandonaba, demostrando, una vez más, cuán poco de cierto esconde aquella eterna premisa de «es que si pago, me obligo a ir».
También he intentado hacer deporte por mi cuenta, claro. Hace un par de años me compre unos patines que llevan un año y once meses muertos de risa en el armario. Este mes de julio estuve unas cuatro semanas saliendo a andar/correr por las mañanas y también inicié una rutina de ejercicios. Pero entonces llegó agosto y con él la excusa perfecta, y es que, a quién le puede apetecer hacer deporte con tantísimo calor… Y así nos hemos plantado casi en octubre y una no sabe ya que inventarse para convencer a mi «yo perezoso» de que tenemos que hacer ejercicio, que ya no es por perder kilos, sino por salud, que tener los músculos oxidados, con poco más de treinta, no me augura nada bueno.
Así que he decidido que ya está bien de excusas. Toca desempolvar las zapatillas, llenar el móvil de buena música y salir a correr. Descargar adrenalina, respirar aire puro y liberar tensiones. Sé que no va a ser fácil y que voy a querer abandonar a la primera de cambio, pero esta vez no voy a darme por vencida.
Y como seguro que no soy la única que se encuentra en esta tesitura, he pensado que quizás os apetezca uniros conmigo a este reto, ya se sabe que estas cosas se llevan mejor en compañía. Aquí no hay reglas ni límites (más que los que cada uno quiera ponerse), y como no se trata de dar la tabarra compartiendo recorridos y número de kilómetros, lo que yo haré, para empezar, será compartir en Instagram una foto de algún punto o detalle del recorrido bajo la etiqueta #zapatillasyacorrer cada día que salga a correr (quien dice correr, también dice andar ligero, pero con ritmo). Así que os invito hacer lo mismo, de este modo nos apoyaremos y nos haremos compañía, aunque sea virtualmente (eso sí, correr ha de hacerse en el mundo 1.0).
¿Qué os parece mi propuesta? ¿Algún valiente en la sala se anima a acompañarme en este reto? Yo estaré encantadísima de compartir intentos de abandonos (siempre fallidos) y alegrías con todo aquel al que le apetezca. Y por si os motiváis tanto como yo, os dejo el banner de aquí arriba, para que os lo llevéis a vuestro blog si os place.
Que paséis un gran miércoles y recordad: correr es de valientes ;)